Le sigue don Juan Francisco Ortiz con: Motivo por el cual... y Una taza de chocolate.
Cierra don José Caicedo Rojas al son de: El tiple, El duende en un baile y Las criadas de Bogotá.
Las exposiciones son unas miradas al siglo XIX. El resultado son cuadros y realidades con ganas de seguir viviendo más allá de los museos.
El prólogo de esta particular obra resultó ser una opción bastante original. Se trata de un diálogo entre los tres conspicuos compadres. Cada uno cuenta algo de su vida hasta llegar a su encuentro con los linotipos. Tarea que, de alguna manera, cambió sus existencias de literatos en historiadores.
El texto introductorio ilustra a fondo el comportamiento de los dueños de una sociedad del siglo XIX. Ellos, los elegidos por un círculo intelectual de contertulios, son los llamados a redactar los anales de la memoria social, tarea que realizaron a cabalidad.
Las fiestas de mi parroquia, escrito de Rafael Santander, relata, desde la perspectiva del hombre sencillo que habla de sí mismo, la rutina del escándalo. Es parte de lo mandado por aquellos consejos editoriales.
Luego sí entra a describir a los orejones, sus rejos y sus toradas arriadas de las dehesas de Fute. La algarabía de los perseguidos por los cornúpetas palpita en las figuras descriptivas.
La jarana estalla en ese bazar gigante donde la mistela y los piropos se funden en un acuerdo tácito para ejercer el derecho de pernada. La guachafita es propia de los pueblos en asuetos.
Las tradiciones mestizas, la alcurnia de los aristocráticos sabaneros y la herencia indígena copan las plazoletas. Los espacios dispuestos por el municipio quedan bajo la ley del retozo cuya infaltable consecuencia será el mandato de la chicha: la explosión demográfica.
El vicio, el pecado y el jolgorio desbocados son las alcahuetas de las fiestas parroquiales. A ellas se unirán, por invitación de Rafael Eliseo, una Nochebuena, las viruelas y el raizalismo vindicado. Los temas son parte de un tejido urdido dentro de la trama de unos hábitos que sobreviven en los rincones de las barriadas invadidas por el olvido bogotano.
Don Juan Francisco Ortiz en Motivo por el cual... recuerda sus aventuras de solterón dentro del más estricto romanticismo decimonónico. Él, por un beso y una flor, habría gestado un suspiro de Casanova.
La taza de chocolate queda mejor resumida al utilizar las palabras del autor:
—Ya lo verá usted. ¿Y si son muchas tazas? ¿Le parece estéril el asunto?
—¡Toma!, sí me parece.
La tercera parte le corresponde a don José Caicedo Rojas que habla de un instrumento musical por excelencia con algo de desdén: